REFLEXIONES
A 5 PA’ LAS 12
(Navidad del
2021)
Por Dr. Roger Garcés
Psicólogo
@psicogarces
Es opinión de este
suscrito que si algo ha definido este 2021 es el esfuerzo. Buena parte del año
que se acaba lo invertimos en colas, en trabajar en dos y tres trabajos, en
ahorrar denodadamente para no
desperdiciar ni un céntimo, transformándonos de un país de botarates en la
envidia de cualquier inglés con su flemático porte y sus bien aceradas y firmes
costumbres. El esfuerzo no solo fue físico o económico sino también espiritual.
Nos esforzamos en aprender cosas, en realizar prácticas, en comprender
enseñanzas. En fin, a cada reto que planteó este año (que fueron muchos) le
siguió un esfuerzo que por lo general dio sus frutos.
Muchos sobrevivimos al
Coronavirus y cuando nos dio lo sufrimos
con hidalguía, sabemos que nos hizo daño y dejó secuelas, pero
agradecimos al universo la segunda oportunidad y seguimos adelante con nuestra
vida. Algunos que fueron muy cercanos no lo lograron y sufrimos por ellos el
tiempo necesario, y luego nos levantamos y continuamos ofreciendo lo mejor de cada uno
de nosotros. Nos trenzamos en la batalla diaria, en las colas, en cubrir los
turnos de los dos o tres trabajos, en el ahorro milimétrico, en el cálculo
infinitesimal de nuestras obligaciones, que mal que bien pudimos cubrir, y a 5
pa’ las 12 nos sentimos y sentamos tranquilos a escuchar las campanadas y el
cañonazo de rigor, que marca el fin del 2021 y el comienzo del 2022.
Sin embargo, hay una
cuenta que no terminamos de pagar, que es la cuenta de la *impermanencia*. La
impermanencia que determina que algunas personas pervivan y otras no. La
Impermanencia que decide cuándo alguien se va de nuestro lado. La impermanencia
que hace desaparecer rápidamente los momentos bellos, y también los momentos
duros. La impermanencia que hace que a cada segundo vayamos viendo cómo la vida
nos va cambiando, etc.
Con la cantidad de
gente que ha pasado de plano a nuestro alrededor y con el mismo coronavirus
atormentando nuestro cuerpo (a veces más el alma que el mismo cuerpo), no
pudimos dejar de pensar en la muerte. La idea de la muerte nos acompañó durante
gran parte del año y por eso nos cuidamos tan bien cuando sabíamos que teníamos
que interactuar con nuestros congéneres y por tanto con un posible portador.
Por eso cumplimos con todas las normas de bio-seguridad, y a éstas aún le
agregamos un componente propio y un estilo personal.
La muerte nos estuvo haciendo guiños desde una
esquina. Muchas veces pasamos por esa esquina sin mirarla, pero otras veces nos deteníamos
hablar largamente con ella. Buscamos orientación espiritual, reflexionamos
largamente sobre la muerte, nos dimos cuenta de que éramos mortales y nunca fue
tan duro aprender aquella enseñanza del Buda que habíamos escuchado tantas
veces:
“Pertenezco a la
naturaleza de la muerte, no puedo escapar de la muerte”.
Cuando tuvimos al
virus en nuestro cuerpo, recibimos otra tibia y leve puñalada, pero puñalada al
fin, con la subsecuente sentencia del Buda:
“Pertenezco a la
naturaleza del al enfermedad, no puedo escapar de la enfermedad”.
Cuando recordamos a nuestros seres queridos que han dejado
el hogar, y supimos de las muchas formas
que existen de dejar el hogar, verificamos que nunca fue tan cruda esa verdad
terrible de la que nos viene alertando certeramente el Buda:
“Pertenezco a la naturaleza del cambio,
no puedo evitar que las cosas que amo cambien”.
El espejo, incapaz de
mentir, aunque seamos íntimos y buenos amigos, incapaz de proferir aunque sea una blanca y delicada mentira, sino que obstinado
con ser fiel a la realidad nos espetaba en la cara sin ningún miramiento:
“Pertenezco a la
naturaleza de la vejez, no puedo escapar de la vejez”.
Ante todas estas
sentencias que son terriblemente verdaderas y que se derivan obsecuentemente de
la Primera Gran Noble Verdad: *Todo es impermanente*.
Sobre ello meditamos,
reflexionamos y sentimos una elevación espiritual cuando comenzamos a
desarrollar el desapego y comenzamos a
aprender a vivir la vida sin el apego que nos envenena el alma y en la
incertidumbre que la aligera.
Eso lo logramos.
Eso fue una victoria
espiritual.
Logramos aprender esto
y aun enseñarlo a otros que maravillados por la enseñanza nos agradecía como el
minero que había estado perdido en una mina y pudimos llegar a él con lámparas para rescatarlo de la
oscuridad y el socavón.
Por un tiempo estuvimos
en el sublime gozo de la ecuanimidad,
hasta que llegó
Navidad…
Y entonces nos
reunimos y olvidamos el tapabocas, y la férrea disciplina ateniense que habíamos desarrollado durante todo un año
para cuidarnos, se disolvió en un minuto entre el vino y el pan de jamón.
Y las reflexiones
acerca de la muerte, de la Primera Gran
Noble Verdad y del desapego, se apartaron para darle paso a los aguinaldos, a
las gaitas y al parrandón.
Así como
despertándonos en una mañana que nos encandila por tanta luz, ya que nuestros
ojos habían estado acostumbrados a la
noche, al alcohol y a la juerga; nos despertamos sobresaltados y preguntándonos
atemorizados ¿Qué pasó anoche? Entonces vuelven sobre nuestras almas las angustias
que apenas ayer ya habían estado casi superadas. Hoy vuelven con mucha más
fuerza, y sabemos que nos toca de nuevo ponernos la armadura ateniense y la
flemática actitud del inglés. Cuando vemos en la prensa alguna alusión a la
variante Ómicron, solicitamos la diligencia de cualquier mecanismo de defensa
que nos haga reprimir el miedo mientras pensamos resignada y esperanzadamente:
“Ya por ahí pasamos y
en resumidas cuentas ¿Qué una raya más para un tigre?”
Tal vez a Ómicron la
tratamos como su nombre lo indica, una “O” pequeña (O micro) a diferencia de su
hermana mayor la Omega, es decir, una “O” grande (O mega), ojalá y a los dioses
pluguiera que se lo merezca…
Sin embargo, la
angustia que habíamos conjurado reaparece, la reflexión que habíamos esgrimido
se esfuma y la elevación espiritual que habíamos alcanzado vuelve a tierra como
si fuera un ascensor.
Nos encontramos igual
que antes.
A veces pienso que
nosotros los humanos participamos de lo
que yo llamo: “El Síndrome de Dory”, aquella simpática pececita de Disney a
quien todo se le olvidaba. Pues cada vez que alcanzamos un logro espiritual se
nos olvida y debemos iniciar otra vez desde cero. Cada vez que enfermamos o
tenemos un problema nos olvidamos de que estamos conectados indisolublemente
con la fuente original y que nosotros mismos somos una fuente original.
Entonces reiniciamos el camino una y otra vez hasta que caemos en cuenta de que
estamos conectados y es entonces cuando se resuelven los problemas. Pero como reza el adagio: “Tan pronto nos
sale el clavo ya se olvida el sufrimiento”, al solucionarse el problema caemos
en un estado maníaco muy similar al de Hybris, en donde nos olvidamos del
sufrimiento y de las posteriores reflexiones y avances espirituales, y como
toda Hybris tiene su Némesis, caemos otra vez en la angustia.
En mi práctica
personal me sucede que cuando estoy en contacto con la muerte por la enfermedad
de alguien muy querido, reflexiono y decido vivir mi vida de acuerdo a la
Impermanencia y a la incertidumbre. Pero una vez que se cura la persona, olvido
esa decisión y me dedico a celebrar alegre y desenfadadamente esa recuperación
y a seguir profundizando el apego con la persona que se curó.
¡Ese olvido es patognomónico del Síndrome de Dory!
Por todo lo anterior,
después de todo un año de esfuerzo, una navidad en donde se difuminan los
límites y las estructuras, puede sernos particularmente problemática, pero
también aleccionadora.
A manera de conclusión
podemos adelantar tres ideas en este escrito:
1. Si hay algo claro en el camino espiritual
es que es en espiral. uno aprende, reflexiona, se eleva, alcanza un nivel
superior; y luego vuelve al nivel anterior una y otra vez.
Quiere decir que el esfuerzo físico, la disciplina, las prácticas
espirituales, las reflexiones acerca de la muerte, las actitudes respecto al
apego y al desapego, y el reconocimiento de la incertidumbre, vendrán una y
otra vez.
2.
El
hecho de que reiniciemos el camino una y otra vez no significa que lo estamos
haciendo mal, simplemente significa que lo estamos haciendo. Punto.
3.
El
hecho de reiniciar el camino una y otra vez es significante del Síndrome de
Dory, así que contra ese síndrome hay que luchar.
Entonces nos damos
cuenta de que definitivamente el tiempo es circular y que como acabamos de
pasar por la “Puerta de los Dioses”, necesariamente tendremos que pasar por la
“Puerta de los Hombres”, y así una y otra vez hasta que por fin podamos salir
de la trampa, y es que, aceptémoslo o no, estamos en una trampa. Vivimos en una trampa y darnos cuenta de ello
ya es un gran avance. Esta trampa que se repite una y otra vez, nos acompaña
siempre, es nuestra hermana carnal, y se
llama Samsara.
Esta reflexión lejos
de desmotivar al lector, se hace con la intención de denunciar que estamos en
la rueda del hámster, y que darnos cuenta de ello es un gran logro. El Buda
decía que se puede alcanzar la iluminación en una vida, yo no espero tan alto
logro, me conformo con el gozo de la ecuanimidad que es escalón previo para la
felicidad.
Espero entonces que nuestros esfuerzos, grandes o
pequeños, en este nuevo año nos lleven a la felicidad, y que tengamos que rodar en la rueda del
Hámster las vueltas que sean necesarias, pero no más de eso.
Deseo que los esfuerzos
que hagamos este año 2022 nos acerquen un poco más, a través de esta espiral que es la vida, a
nuestro destino y logremos superar el Síndrome de Dory. Sabemos que la
felicidad se haya en la ecuanimidad que nos aleja del apego, y así, lejos del
apego, podernos adentrar en el Gran Gozo “ese que desconoce el sufrimiento”.
Deseo que nos podamos
“refugiar en el momento presente” y así lograr que la impermanencia no sea
nuestra enemiga, sino más bien convertirla en una gran maestra. Refugiarse en
el momento presente, explicaba V. Damcho es estar presente en cada segundo de
la vida, es estar atento a todo lo que ocurra en la vida y dejar de estar
esclavizado a la ansiedad y a las jugarretas de la mente. Michel de Montaigne
habría escrito: “Mi vida ha estado llena de terribles desgracias, la mayoría de
las cuales nunca sucedieron”. Refugiarse en el momento presente es anclarse en
el presente y vivir, plena y profundamente. Asumir la impermanencia es
alejarnos de las desgracias que nunca sucedieron y acercarnos más y más a la
felicidad.
La enseñanza dice que
debemos desear felicidad a “todos los seres”, tal vez mi mente aún no se haya
expandido lo suficiente como para imaginar a “todos los seres”, por lo pronto,
y eso si lo puedo comprender, deseo que ustedes en este grupo sean felices
¡Feliz año 2022!
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